11 de septiembre de 2008

Polvo de estrellas


Juan Manuel Aragón (padre)


Como ambos figuraban en el Centro de Amigos de la Astronomía, Martín Bunge le solicitó a Juan Manuel Aragón que le escribiera un texto para un posible programa de radio. Al poco tiempo Aragón falleció y entre sus papeles se encontraron los originales de este trabajo.

Una charla sobre astronomía. Bueno; ¿y cuál va a ser el tema? Se supone que la charla es distinta a la exposición, a la clase, a la conferencia, pues la charla, por su poca sustancia, puede carecer de tema específico, y, más aún, puede variar de objeto acorde a las curiosidades, inquietudes o comentarios de los contertulios.
Y así, puesto en un apriete por la necesidad de que esto tenga un título, podríamos imaginar que el tema sea la astronomía y nosotros.
¿Y quiénes somos nosotros? Todos, nosotros, nockanchis, la gente, el hombre desde que el hombre comenzó a fijarse en los fenómenos celestes.
Entonces la primera aplicación práctica de la astronomía fue la de fijar los puntos cardinales. Miles de años antes de conocerse la brújula se ubicó el norte por el Sol y las estrellas. (La brújula vino a ser sólo un implemento para días nublados, lo que no es poco). Los indígenas de cada parte del mundo vieron en los astros una forma, siquiera rudimentaria, de medir el paso del tiempo. Así es que Homero nos cuenta que el astuto Ulises podía apreciar la hora, en la noche, por la ubicación de las constelaciones zodiacales.
Y fueron los griegos -curiosos, racionalistas-grandes impulsores del arte de medir el tiempo. Los precedieron los caldeos que ya, desde mucho antes, habían observado que los objetos celestes son de dos clases: las estrellas fijas, que no varían su posición relativa, y las estrellas planetas, que día a día cambian de ubicación con respecto a las otras. Por eso se les dijo planetas, que en griego significa errante, vagabundo. Los planetas eran siete, el Sol que a lo largo del año da una vuelta a todo el zodíaco, la Luna, que a su vuelta la da en un mes, y Marte, Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno que tienen movimientos mucho más complicados. Se les reconoció tanta importancia a los siete planetas que sus nombres sirvieron para nombrar a los siete días de la semana, nombres que perduran hasta hoy salvo el día del Sol (diez Solís en el viejo latín, Sunday, en inglés, Sonntag, en alemán) al que en español, portugués, francés y otras lenguas romances se ha preferido llamar domingo, diez Dominica, día del Señor en el latín ya cristiano, en recuerdo de que el Señor resucitó el domingo de Pascua y el Espíritu Santo bajó entre los apóstoles cincuenta días después, en Pentecostés, también un domingo.
Las horas, las veinticuatro horas en que se divide el día, fueron una ideación caldea motivada en que cada una de ellas estaba dedicada a una deidad y al cabo de una semana, en trabajosa sucesión, se repetían las horas que le tocaba a cada dios. Los griegos adoptaron las horas caldeas y por eso han llegado hasta nosotros. Los egipcios dividían el año en tres estaciones: inundación, cultivo y cosecha. Los griegos al año lo dividieron en cuatro, relacionándolas con los períodos apropiados para la navegación, la pesca, los viajes y las reparaciones de las naves, pero una vez que adelantaron en el estudio del Sol crearon la primavera, el verano, el otoño y el invierno. Es notable que para de-terminar las estaciones no tuvieran en cuenta los períodos del calor y del frío, con los que relacionamos a las estaciones en la actualidad. No, de ninguna manera. Ellos vieron que hay cuatro días notables en el año: los equinoccios de primavera y de otoño, cuando el día y la noche tienen igual duración, el Sol nace exactamente por el este y se pone justo en el oeste; el solsticio de verano, que es el día más largo y la noche más corta y el Sol nace y se pone en su máxima desviación hacia el polo, y el solsticio de invierno, el día más corto y la noche más larga, y los puntos de salida y puesta del Sol formando el menor ángulo de todo el año. Vale decir que este otoño en el que estamos entrando, no es otoño porque refresque ni porque caigan las hojas, sino que es otoño porque los días son más cortos que las noches y van acortándose cada día más; invierno es el tiempo en que también los días son más cortos que las noches, pero paulatinamente se alargan; primavera es el tiempo en que los días son más largos que las noches y siguen alargándose, y verano es cuando los días, que aún son más largos que las noches, ya comienzan a acortarse.
Que todo eso tenga algo que ver con el calor, con el frío, con las hojas y con las flores es una casualidad, que también suele vincularse, según los lugares, a pocas o muchas lluvias, a vientos, a las escarchas, al derretimiento de las nieves, al multiplico de las majadas, a la época propicia para el amor.
Íntima vinculación es la de la astronomía con las estaciones. Los antiguos griegos determinaron exactamente los momentos que las limitan y se encontraron -¡qué horror inconcebible!- con que no tenían una duración exactamente igual. Si los cuerpos celestes se mueven en círculos -pensaban que el círculo y la esfera eran figuras perfectas, y si los dioses habían sido hecho los astros seguramente les habrían dado un movimiento perfecto; como el hombre no los había tocado no había motivo para que se alterara esa perfección- lógico era que las cuatro estaciones fueran exactamente simétricas, de igual duración, pero se dieron con que en vez de durar un poco más de 91 variaban entre los 90 y los 93 días. Pensaron que no podía ser: el mundo era un kosmos, una obra magnífica, muy bien hecho, lleno de perfecciones y bellezas y por lo tanto las estaciones debían ser iguales; las diferencias se deberían a errores en su determinación. Y así hemos seguido nosotros, usando estaciones que no cambian nunca de duración a pesar de que Képler diera la primera explicación: ni la órbita de la Tierra es un círculo, sino una elipse, ni el movimiento en su órbita es perfectamente constante, sino que se desplaza con más velocidad en el perihelio y más lentamente en el afelio. Los sabios griegos no hubieran podido sospechar, ni admitirían, que la creación tuviera esas deficiencias, desigualdades, desperfectos o asimetrías.
Hablando de sabios griegos, Aristarco merece que nos detengamos en él.
Aristarco era de Samos, una isla en el mar Icario, la misma isla donde dos siglos antes naciera el ilustre Pitágoras. Tiempos de Aristarco sería el siglo III antes de Jesucristo. Basándose en trabajos de otros magníficos pensadores, entre ellos su contemporáneo Eratóstenes, que determinó con notable exactitud el diámetro de la esfera terrestre,
Aristarco calculó el tamaño de la Luna y la distancia hasta ella, por la proporción de la Tierra, de tamaño ya conocido, con la sombra que durante los eclipses se proyecta sobre su disco. Además se dio cuenta de que el Sol la Luna y la Tierra forman los vértices de un triángulo, que se hace rectángulo, con el ángulo recto en la Luna, cuando ésta está en cuarto creciente y en cuarto menguante, es decir cuando el Sol alumbra justo su mitad. Midiendo en ese instante el ángulo que forman la Luna y el Sol se tienen tres elementos -un ángulo de 90 grados, el ángulo medido y el lado comprendido, distancia entre la Luna y la Tierra-suficientes para resolver el triángulo. Entonces dedujo la enorme distancia que nos separa del Sol. Su razonamiento era perfecto; su resultado bastante deficiente, ya que es difícil determinar el momento preciso en que, justo, justo, el Sol ilumina la mitad de la Luna.
Este trabajo de Aristarco se ha conservado, pero se han perdido otros también interesantes, como uno en el que supone que el Sol está quieto y es la Tierra la que se mueve en torno a él. Conocida la relatividad de los movimientos podríamos pensar que da lo mismo que la Tierra esté fija y el Sol gire alrededor o que el Sol esté fijo y sea la Tierra la giradora. Sí, si no hubiera más que el Sol y la Tierra. Pero perturban las estrellas fijas y los demás planetas. Con una Tierra fija las estrellas debe-rían dar una vuelta en veinticuatro horas, y como vio que era enorme la distancia al Sol, y muchísimo mayor la distancia a las estrellas fijas, resultaba impensable semejante velocidad. Además, con el Sol fijo y la Tierra dándole vueltas en torno, el mismo movimiento de la Tierra tendrían, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno, de lo que resultaba un conjunto claro, armonioso, elegante, como necesitaban ser las cosas para que las considere aceptables una mentalidad helénica.
Al problema lo trae Tolomeo. Ya que estamos hablando de los griegos empecemos por aclarar que Tolomeo no era verdaderamente un Tolomeo.

Láguidas
Los Tolomeos eran descendientes de Tolomeo Lagos, general macedonio compañero y amigo de Alejandro Magno y que al desintegrarse el imperio de Alejandro se quedó con Egipto. Se continuó la dinastía de estos macedonios en Egipto, que fueron llamados láguidas en recuerdo del primero de ellos, hasta terminarse esta serie con la célebre Cleopatra. Pues bien: Tolomeo no fue uno de éstos sino que se llamaba Claudio Tolomeo sencillamente por haber nacido en la Tolemaida, ciudad fundada a orillas del Nilo por Tolomeo Evergetes, nieto del primer Tolomeo que iniciara la serie. Y crea el problema por ser un gran matemático. Como a la Tierra la vemos quieta era más simple considerarla así, quieta, y para explicar los complejos movimientos de los planetas idea un complicado sistema de círculos, los epiciclos, que transitan los planetas, y estos epiciclos tienen un centro que gira alrededor de la Tierra. Resulta bastante difícil explicar este sistema de giros si no es con la ayuda de una figura, pero Tolomeo calculó con tanta precisión los diámetros de los epiciclos y de los deferentes que todo el sistema resultaba satisfactoriamente aproximado para calcular las posiciones futuras de cada planeta. Por eso se lo aceptó durante más de mil años. Y cuando Copérnico restituyó el sistema heliocéntrico, lo hizo mediante prolijos estudios que le llevaron años de meticulosas observaciones; con esto queremos decir que es enormemente meritorio el trabajo de Copérnico, pero, además, lo realizó después de haber aprendido el griego para consultar los trabajos de Aristarco de Samos, de Arquímedes y de los discípulos de ellos.
Apreciando los magníficos conocimientos de los astrónomos de la antigüedad, nos damos con una incongruencia: en las escuelas se nos enseña que en tiempos de Cristóbal Colón la gente creía que la Tierra era plana, por lo que resultaría imposible que navegando hacia occidente se llegara a la India, y no sólo imposible sino muy peligroso, ya que al llegar al borde las naves caerían en el vacío. Se nos dice que esto era lo que enseñaban los sabios de Salamanca, que por lo tanto no serían tan sabios sino unos torpes burros. Pero nada de esto es verdad. Resulta que una maestra, ante un auditorio de niños pequeños, ve la necesidad de enseñar dos cosas: la Tierra es redonda y Colón descubrió América. Entonces, con buen criterio didáctico, junta los dos temas. Total, los niños, al hacerse grandes, ya tendrán oportunidad de conocer la verdad. Pero pasan los años, los niños se hacen adultos, y por lo general siguen creyendo en la fábula infantil. No es así. Más de mil quinientos años antes de Colón ya se conocía no sólo la redondez de la Tierra sino el diámetro de su esfera con notable exactitud. Los sabios griegos sabían perfectamente que navegando hacia occidente se llegaría a las Indias orientales. Y sabiéndolo, ¿por qué no navegaban? Porque se daban cuenta cabal de que resultaría imposible debido a la enorme distancia. Sí, algunos, como Aristarco y Aristóteles supusieron que quizás el viaje se aliviaría por la existencia de islas en la ruta. Estuvieron muy acertados en su suposición, como que existe esta América que serviría para una etapa en el trayecto. ¿Pero iban a lanzarse a una aventura tan arriesgada sin más apoyo que una vaga imaginación de que habría, quizás, islas en el trayecto?
Lo que pasó con Colón es que cálculos errados lo llevaron a imaginar que la Tierra era más chica de lo que es en realidad, y por lo tanto la distancia no sería tan enorme. Incluso suponía que la distancia de Europa a las Indias sería mucho mayor de lo que es en realidad, lo que abreviaría ese viaje. También es posible que tuviera datos de náufragos que llevaran noticias de tierras desconocidas, que bien podrían ser la India o al menos las islas imaginadas por los griegos.
Se pensará entonces: ¿cómo es que los Reyes Católicos, modelo de gobernantes prudentes y muy bien asesorados por los sabios de Salamanca autorizaron una aventura tan descabellada? Es posible que ellos también tuvieran datos de las tierras avistadas, como que ya Vicente Yáñez Pinzón había llegado hasta la costa del Brasil imaginando que se trataría de una islita sin importancia. Todo esto muestra lo difícil que les resulta a los docentes contar la verdad, pues el equivocado Colón cosecha el triunfo y la gloria, y a los sabios y prudentes universitarios salmantinos se los llena de oprobio debido a su misma sabiduría y prudencia. El audaz, imaginativo, arriesgado, alucinado, triunfa; los sabios y prudentes fracasan. Es una moraleja inadecuada para ser explicada en las aulas.
Vemos la enorme vinculación de la astronomía con nosotros. Cuando éramos primitivos pastores para orientarnos tuvimos que saber para dónde quedaba el norte, lo que sólo sabíamos mirando el cielo.
Sabíamos la hora por la altura del Sol. Medíamos el paso del tiempo por la sucesión de las lunas y de los inviernos. Y ahora, que nos hemos hecho modernos, que para ir a un punto no nos interesa dónde queda el norte sino que ómnibus pasa por allí, que a la hora la conocemos con la precisión de minutos y segundos mediante precisos relojes que compramos en la vereda del mercado, que a los meses y a los días de la semana los leemos en los mismos relojitos pareciera que al fin nos hemos independizado de la famosa astronomía, a la que la NASA la estudia mediante telescopios orbitales pero nosotros, la gente común ya no la necesitamos más.
Y no es así. Estamos satisfechos de que apoltronados en un sofá vemos lo que pasa en todo el mundo a través de una pantalla de televisor. Y bueno: en eso también estamos dependiendo de la astronomía, ya que las ondas llegan al aparato después de haber rebotado en un satélite artificial. Es decir que para gozar de Ríver y Boca necesitamos de los astros, aunque sean satelitales. Hasta hace poco eran los agrimensores los que practicaban la astronomía para ubicar los terrenos con respecto a las coordenadas terrestres. Ahora se determinan esas coordenadas mediante un posicionador satelital, también basado en los astros artificiales.
Cuando éramos primitivos nos fijábamos en los magníficos cuerpos celestes que nos daban pautas en las tareas cotidianas. Ahora, ultramodernosos, también dependemos de los astros, así sean unos insignificantes artilugios que ni siquiera se ven y no los magníficos astros que antes nos sirvieron hasta para dar nombres a los días de la semana.

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