13 de agosto de 2008

Las 12 y 24


Ricardo Aznárez

No debo ser una excepción en cuanto a mi amor por los sábados, en especial cuando me despierto, sintiendo que todavía queda casi todo el fin de semana .Es una caja de sorpresas casi siempre agradable, porque uno lo ha deseado y planeado durante los 5 días previos. Otras veces, en medio del cansancio que hemos ido acumulando, nos damos cuenta de que al abrir el ojo es sábado y podemos seguir en la cama, disfrutando de refregarnos entre sabanas y colchas calentitas de la mañana de agosto de Santiago del Estero, viendo el haz de sol pegarle a los pies de la cama. Le damos los buenos días a la mujer que duerme al lado de uno, buscamos el diario, nos hacemos el mate amargo y volvemos a la cama. Por supuesto a los locos que nos gusta tener mas de un mate, elegimos la calabaza más cabedora, la de cuando tenemos tiempo, (la de lujo te diría). Mateamos un rato bien largo mientas leemos el diario tranquilos, bostezando, enganchando lento con el día hermoso que se viene.
Termino el diario, sigo con la buena rutina del sábado, del "sabat" y sin ser judío, siempre he admirado y percibido su cultura, la vastedad de su historia inconmensurable. Siento el sabat desde la caída del sol del viernes, y siento el deseo de afeitarme, de bañarme y de ponerme la camisa limpia del sabat. Es lindo desde la profundidad de los tiempos, y la siento igual que a mis tradiciones celtas porque hay orgullo, hay historia, y hay Dios.
Acomodo mi camisa limpia y planchada con el resto de mi ropa, lleno la bañera y me dejo estar entre meditaciones y olor a champú en el agua caliente. El sol generoso, se derrama en exceso sobre las mayólicas españolas de la pared empañada por el vapor. Y así me surge la primera obligación de sábado, llegar más o menos temprano al bar de los Cabezones, así que salir del baño, desodorante, perfume, peine, vestirse y ahí, en ese preciso momento de ese sábado, se me presentó la primera ruptura de la buena rutina. Como tenía el reloj en arreglos, andaba usando mi agenda electrónica para ver la hora, pero vestido de sábado, no había bolsillo donde me quedara cómoda. Por lo tanto, salir sin hora, pensé, lo que en sábado es más ventaja que contrariedad. En ese instante me acordé del reloj de bolsillo de mi viejo. El Longines de oro con tapa, una joya, dormía su sueño de eternidad dentro de su bolsita de gamuza y su caja de cartón original; sueño que excepcionalmente interrumpo para llevármelo en el bolsillo de las monedas del vaquero, algún sábado o domingo a pasear por ahí.
Lo encontré brillante como siempre al sacarlo de su antiguo sarcófago, lo abrí y fui a ponerlo en hora con el despertador de mi mesa de luz. Antes de darle cuerda, tuve la primera sensación de vértigo del día. Sus elegantes agujas marcando las 12 y 24 y en mi mesa de luz en números digitales luminosos verdes, como desde el fondo de un precipicio, mi despertador me mostró las 12 y 24.
-¡Nooo!- me dije acercándomelo al oído para comprobar que estaba bien muerto, como debe ser, desde la ultima vez que lo usé hacía como 4 meses. Inmediatamente lo volví a poner en su bolsa y su caja. Me acosté vestido sin saber si ponerme en cama hasta el domingo, o si ante tamaño despropósito salir igual, a la intemperie de ese sábado, y vaya a saber ¡qué me estaría esperando a la vuelta de la esquina!
Y salí nomás; los lapachos de la calle Libertad se presentaban magníficos, con toda la soberbia de sus flores rosadas y un sol radiante que a pesar del frío, acariciaba tibio al mediodía. Me pareció que todo estaba bien, el transito escaso de sábado, la mujer del quiosco de revistas de la esquina saludándome, y yo devolviéndole el saludo con la paranoica sospecha agazapada. Seguí caminando con dudas por la avenida Roca, dudando si alguna antigua procesión con un féretro de plata vacío, fuera a interrumpirme el paso, saliendo lenta y apesadumbrada del edificio de la CGT.
Miré hacia arriba, como si el soberbio y sólido edificio nuevo de ladrillo visto y palmeras me fuera a caer encima. Me dije que el sol, estaba lo suficientemente vivo como para andar temiendo las intrigas ocultas del tiempo.
A modo de talismán me metí la mano en el bolsillo y me fui tocando el izquierdo, dado que hace años que perdí la pata de conejo de mis épocas de campamento. Crucé hacia la iglesia de San Francisco y una oleada de aroma de azares me invadió desde los naranjos de la calle Avellaneda. (Siempre me parece que todo ese aroma de primavera y de vida se escapa del taller de Sánchez Gramajo, sé que entre sus telas y pinceles, él sigue estando allí).
Me persigné un poco antes de cruzar la calle, como para conjurar cualquier atentado de lo imprevisto. Miré bien hacia la Avenida Roca y solo dos remises se veían a lo lejos.
A pesar de eso, el fantasma de la duda me mordió el estomago al cruzar la Plazoleta Lugones y divisar el viejo edificio del Sanatorio Viano que había cerrado. Sentí de nuevo temblar mis seguridades, tuve que cambiarme de vereda, porque haciendo equilibrio en un tablón, salían carretillas cargadas de escombros, que como residuos de bombardeo vaciaban las entrañas del viejo Sanatorio. ¿Cuántos recuerdos amados se cobijaban ahí? Percibí el perfume Johnson de bebes, de cada uno de mis hermanos cuando fueron naciendo, quizás de mi propio nacimiento, de mi propio perfume. Me acordé de los caramelos surtidos de Bonafide y del medallón de oro que mi papá, entre felicitaciones y besos de Doña Josefina, compraba en la Casa Gigli. Así premiaba el esfuerzo y el dolor de mi mamá en cada nacimiento. Recordé también la sonrisa del Dr. Nico Fernández Jensen, garantizando la seguridad y la tranquilidad.
-(Todo perdido)- pensé, sintiéndome como si en mi caminata 4 x 4 de esa mañana, estuviera en la cima del Ancasti, con la camioneta empantanada, viendo la ciudad de San Fernando y el Valle de Catamarca y los cóndores flotando inmóviles como pintados al paisaje.
Dentro de la desolación, me devolvió un poco la tranquilidad saludar al doctor Dado Viano, en la puerta de su casa mientras se despedía de su madre, que hecha un pimpollo de noventa y tantos, estaba saliendo para el Trust o quizás para el Jockey Club.
-Hay cosas que tranquilizan, -me dije, caminando con sospechas la vereda de la legislatura o de la antigua casa del Gobernador Ibarra, percibiendo el gélido temor de sus opositores o de tantos sepultados en esa misma esquina de calle 25 de mayo y Avellaneda, que fue atrio de la antigua catedral, luego casa de Ibarra y hoy legislatura. Pisando tanta historia de la ciudad, fui mezclándome con el gentío del sábado a la mañana, con los artesanos de la plazoleta de las Chismosas. Vi un ciclista pedaleando a la altura del TabyCast, casi seguro empleado municipal, como salido del cuento de Juan Manuel Aragón (h) "Los sábados de Juancho".

Miró hacia arriba en la esquina del Grand Hotel y giró por la Independencia dirigiéndose a pedaleo lento hacia el barrio 8 de Abril. Seguiría ahí su historia de sábado y yo también, doblando en la misma esquina para llegar al oasis sabatino del bar de los Cabezones.
En mi mesa de siempre, reinaba la alegría festiva de vino, cervezas y empanadas.
Como era habitual, algún sector de la realidad o del cosmos, era tratada o maltratada por el grupo, así que me senté luego de los saludos habituales, en silencio hasta acomodar mis cargas.
Aunque nunca se soslayaba ningún tema en esa mesa, no sabía como sería recibida una cuestión tan esotérica como la que me preocupaba. Me decidí a contarlo.
Me oyeron en silencio (cosa fuera de lo común), mientras yo trataba de escudriñar sus rostros para ver o imaginar sus sentimientos sobre lo que les contaba (No siempre se puede).
Cuando terminé y al cabo de un rato de reflexión, coincidieron en que en esas cosas no hay que ver, ni temer jugadas del destino, sino mas bien tomarlo en positivo, como Magia Blanca, o sea que lo que debía hacer de manera urgente y dado la hora (la 1 y media de la tarde) era salir y jugar al 12 y al 24.
Ari Paz me indicó un negocio de quiniela que siempre estaba abierto a la vuelta, por la 9 de julio. Luego de jugar, me instalé de nuevo en la mesa, con el ánimo liberado por el buen consejo de los muchachos.
La mujer que duerme a mi lado, no me recibió muy bien, aunque le contara lo de mi turismo aventura, cuando volví del bar de los Cabezones. Eran las 3 y cuarto de la tarde, olor a vino y cargado de boletas de quiniela de doces y veinticuatros; así que ante la adversa situación, quise reconciliarme con el Longines. Decidido a pasar el resto del sábado con él, al sacarlo de su caja y de su bolsa, sin ningún hálito de vida, y antes de darle cuerda, sus elegantes agujas estaban marcando las 3 y cuarto.

© El punto y la coma y el autor.

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