25 de junio de 2008

Salsa de calamar



Ginés Alcántara Martínez (*)

Llovía al otro lado del cristal. Gotas finas barnizaban el asfalto, y la iluminación nocturna dibujaba una ciudad inversa en el pavimento. Sobre el ventanal, un partido de fútbol atronaba jugadas del Betis, en un televisor. ‘Cuando tengo hambre, como’, me dijo ella en una ocasión, un día, quizás el anterior. Ahora, sin prestar atención al entorno, devoraba calamares a la plancha, y trozos de lechuga. Comía voraz, pero no dejaba de pensar, y las ideas se le escapaban entre pedazos de calamar triturado. Este pequeño desacuerdo de inquietudes y deseos desviaba el curso habitual de la salsa, y yo lo veía brillar debajo de sus labios: aceite, sal, perejil, sabor a mar pasado por la cocina. Cuando agarré su cabeza entre las manos terminó de tragar lo que andaba masticando y me observó, súbitamente callada. Aparcó su historia. Sabía. Lo supo. Me miró con algunos reflejos en los ojos, y otros deshaciéndose alrededor de su boca. Mis labios resbalaron en su aceite, mi lengua buscó los restos con los que me convidaba. Me emborraché de zumo de oliva, marisco y mujer, y de la alegría espontánea de sus ojos, tan natural como si se hubiera ofrecido mil veces con churretes de calamar resbalando por su barbilla. Luego me sostuvo la mirada, diez o quince segundos, sonriéndome con el alma... y en seguida se lanzó sobre el pescado blanco para sacarse el hambre del cuerpo, retomando con fluidez la historia que me contaba. De Estambul o París me hablaba, creo. Pedí más cerveza, y otra de calamares.


Especial para "El punto y la coma", desde Murcia España.

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