8 de agosto de 2008

Entrevista con Julio Carreras


Juan Manuel Aragón

Julio Carreras (h), en una extensa entrevista que concedió a esta revista dijo que aunque la humanidad se ha beneficiado y ha obtenido sus avances espirituales casi exclusivamente por causa de los conceptos que han transmitido los escritores, nadie le paga a alguien para que sea solamente escritor. En estas tres páginas se ha resumido gran parte del pensamiento de este artista santiagueño.

¿Quiénes son sus autores preferidos en el orden mundial, nacional y local?

-Me estremeció desde niño el Martín Fierro de José Hernández, vibré en la adolescencia leyendo Facundo (pero ese libro, escrito para difamar al caudillo, sólo intensificó en mí la admiración que sentía por él); a los 18 años leí a Jorge Luis Borges y me gustó mucho, también Cortázar, Gudiño Kieffer, García Márquez y varios del Boom Latinoamericano, que por entonces -68, 69- estaba en su mayor efervescencia. Yo vengo de una formación historietística en la infancia. Tuve la inmensa suerte de ser niño y adolescente justo cuando la Argentina se convirtió en la meca mundial de la historieta, con guionistas y dibujantes de quienes no dudo fueron los mejores del mundo. Digo Hugo Pratt, José Luis Salinas, Roume, Casalla, Vogt, Solano López, Breccia, Durañona... y Ohesterheld... el gran, el inmenso Ohesterheld.
Pero con el tiempo los que fueron quedando en mi gusto, como preferidos, aquellos que uno desea leer una y otra vez, sin cansarse, fueron solamente tres: Edgar Allan Poe, Hermann Hesse y H. P. Lovecraft.
En el orden local, el único que me llegó a gustar mucho fue Horacio Quiroga, y en el local-local, el Shunko de Jorge Washington Ábalos. Moisés Carol tiene historias magníficas, pero muchas veces arruinadas por su enredada escritura. Me gustaría leer algo más de lo poquito que vi de Carlos Abregú Virreina, Roberto Castro, Carlos Bernabé Gómez o Andrónico Gil Rojas, pero no se consigue.
-¿Cuáles serían los escritores santiagueños indispensables en cualquier biblioteca?
-El mencionado Jorge Washington Ábalos, Clementina Rosa Quenel, Blanca Irurzum, Canal Feijóo, Betty Alba, Felipe Rojas, Alberto Alba, los hermanos Wagner; también, si se lo considera santiagueño, Ricardo Rojas. Y un libro, que no es de un escritor, sino de un especialista en literatura: Santiago en sus letras, de José Andrés Rivas. Este libro recoge muchas de las mejores páginas de la literatura santiagueña, inéditas o imposibles hoy de hallar.
Actualmente hay autores que me parecen buenos, como escritores, que tienen libros necesarios; por ejemplo, Guillermo Pinto, y Juan Manuel Aragón (h).
-¿Los santiagueños gustan leer los autores locales?
-Me parece que no, porque nadie se interesa por editar ni promover la literatura local. Por lo general los libros que salen aquí son pagados por sus propios autores, aunque lleven algún supuesto sello editorial.
-¿Escribir es un oficio o un divertimento?, ¿por qué?
-Para mí es una profesión. Trabajo en ella como un constructor o un carpintero. Me pongo plazos y objetivos, horarios, volúmenes de producción y los cumplo.
Todas las cosas que hice en mi vida, desde niño, fueron así. Cuando decidí dibujar y pintar, me sometía por voluntad propia a horas de agobiador ejercicio.
Con la guitarra fue lo mismo.
Tal vez la autora de ese criterio fuese una profesora de piano durante mi infancia, la señora Luisa Santini de Vélez. En el conservatorio Rossini, donde me inscribieron a los cuatro años, solía ponerme dos horas por día ante el piano repitiendo, una y otra vez, ejercicios de cuatro o cinco notas recurrentes, monótonas.
Recuerdo que solían agarrarme unas horribles cosquillas en la columna a la altura del coxis y ganas de huir corriendo de aquellas obligaciones extenuantes. Pero finalmente vencía a mi propia desesperación, y cumplía esas tareas con dignidad.
-¿Le produce dolor escribir, como dicen algunos autores, siente placer o tiene otra sensación?
-Escribir cansa mucho. Especialmente los ojos. No, no lo hago por placer. Si fuera por mí, no escribiría. Lo que más me gustó hacer desde chico es pasear por los montes de Santiago. Acostarme en el suelo durante horas, mirar esos pequeños "bichitos" blancos que juegan contra el cielo celeste en los días de sol. O bañarme en el río. Esas cosas me gusta hacer, no escribir ni programar los argumentos que escribo.
Si escribo, es porque creo que hay muchas cosas importantes que puedo decir, y también realidades que puedo ayudar a mejorar, escribiendo.
-¿Es cierto que para escribir primero hay que vivir?
-Blaise Cendrars dice eso. También me di cuenta que al leer libros de personas que habían tenido una vida muy intensa, o practicaban estrictamente aquellas ciencias o disciplinas de las que escribían, eran mucho más convincentes e interesantes de leer.
Personalmente desde niño siempre quise tener una vida tranquila. Ser un buen pequeño burgués, con una casita modesta pero linda, vivir rodeado de mi familia. Cruelmente me persiguió la fatalidad desde la infancia. Gran parte de mi vida transcurrió bajo tormentas políticas, sentimentales o sociales. La muerte, que desde niño me provocaba un dolor insoportable, una y otra vez me burló, fagocitando a seres muy queridos. Algunas veces me quejé, interiormente, de tal destino. Pero ahora no: con el amor y el arrepentimiento, el esfuerzo por tratar de ser cada día un poquito mejor, las cosas, dentro de mí, fueron armonizándose. Y al pasar los años logré entrar en una etapa de constante tranquilidad y paz. Al presente periodo intenté reflejarlo en un libro, parecido a un diario, que se llama Fulgor de los damascos.
En literatura, no hay cosa que más me guste que inventar un argumento metafísico, imposible, y convertirlo a través de palabras engarzadas, en algo convincente, real. Como esa vez, en 1986, que El Liberal publicó un cuento, El Malamor, y alguien a quien no conocía llamó por teléfono para que "le diéramos más datos", pues creía que se trataba de una historia real. Guillermo Abregú, que por ese entonces estaba a cargo de la sección Cultura, me lo pasó. "No, doctor", le dije por teléfono (era un médico, Anelli)... "esa historia es totalmente inventada".
-Usted ha escrito novelas, cuentos, ensayos, poesías, artículos periodísticos. En cuál de estos géneros se siente más cómodo.
-Me gusta escribir cuentos. No muy largos, ni demasiado cortos. Y como les decía, cuando más totalmente imaginarios son, mejor. Siento una satisfacción especial cuando los releo, luego de haberlos corregido, pasado en limpio y dejado descansar, al menos una semana, al considerarlos terminados.
-Qué está escribiendo en estos momentos.
-Ahora, además de numerosos artículos que siempre escribo para medios en Internet, estoy pasando en limpio una novela que escribí de un tirón entre la primavera de 1989 y el verano, tórrido, del 90. Esa novela tendría también una trayectoria tórrida.
Luego de escribirla, se la di para pasar en limpio a una especie de amiga que por entonces tenía, quien me cobró demasiado y (como yo no sabía nada de computadoras entonces), no me advirtió que podía guardar el contenido en disquetes. Luego, en tres copias, la mandé (apresuradamente) al concurso de Planeta, que no ganó. Cuando un amigo porteño fue a retirarla, le dijeron que la mitad de las carpetas, inexplicablemente, se habían perdido (eran seis carpetones voluminosos, que había hecho encuadernar en El Liberal).
Cuando más tarde tuve una imprenta, encomendé a uno de los empleados que tipeara nuevamente la novela. Pasó tres meses haciendo nada más que eso (y cobrando un sueldo para hacerlo), pero lo hizo mal. La copia final quedó llena de errores, ortográficos y de tipeado, lo cual me depri mió bastante.
Entonces ocurrió algo en mi vida personal que me fastidió mucho, y para no descargar mi ira sobre nadie, en un arranque de amargura tomé todos los originales (cuatro cuadernos grandes que había escrito a mano) y todas las copias de la novela y los corté en varios pedacitos con la guillotina de la imprenta, tirándolos luego a un gran tacho de basura.
Varios días después, cuando ya me había pasado la furia pero quedaba algo de amargor subyacente, como una borra en mi alma, descubrí un paquete extraño arriba de unos estantes, que me llamó la atención. Al bajarlo y abrirlo vi que había quedado allí... ¡una copia de la novela! La peor, la más llena de tachones y errores, impresa en hojas de descarte, alguna con manchas de tinta o impresiones que no tenían nada que ver al otro lado de las páginas.
Por fortuna estaba visitándome en la imprenta en ese momento una amiga entrañable, Tamara Sperat, a quien conté la historia, pues delante de ella había desarmado el paquete. Entonces me dijo, "no hagas nada ahora... dámela, yo te la voy a guardar, hasta que estés bien y decidas sin presiones qué vas a hacer... de paso, la leo". Estuvo cerca de un año en su casa. Y cuando ella decidió trasladarse a otra provincia, tuve que ir a retirarla.
Estuvo allí en una bolsa de plástico, bajo otros paquetes, durante algunos años. Pero cuando empecé a tipearla de nuevo, y por lo tanto leerla, me di cuenta de que es algo muy importante en mi vida dejar bien corregida y terminada esta novela. Por eso es que ahora me puse, con todo ahínco, a tipearla completamente otra vez.
Y se sabe que pasar en limpio para un escritor nunca es sólo eso. En el proceso de transcripción agrego capítulos, mejoro otros, quito lo que ahora, algo más maduro espero, se me presenta como superfluo.
Se llama El alma en cada abrazo. Es una historia de amor de los 70.
-La lectura, según algunos, es un hábito que se va perdiendo. ¿Es importante rescatarlo?, ¿por qué?
-Esta alarma por el supuesto decrecimiento de la lectura yo nunca lo compartí. Desde sus inicios, hacia fines de los 70. Desde aquél tiempo es que se machaca con que "cada vez se lee menos", que "los niños son cada vez más analfabetos", y se toma la tarea de "promover la lectura" como una sagrada misión.
Yo creo que siempre, desde la aparición del libro, la gente común leyó poco. O leyó obras de escasa trascendencia, como los millones de folletines que se difundían en Francia hacia finales del siglo XIX. Hay que tener en cuenta que en ese entonces los libros -explotados por los capitalistas como una industria editorial-, ocupaban en la existencia de las personas el sitio que hoy está llenando el televisor.
No me parece tampoco una "sagrada misión" meterle medio a la fuerza a la gente la "obligación moral" de leer, son pena de ser estigmatizado de otro modo como un oscurantista regresivo. Esto en parte porque veo que muchos de quienes se ocupan de estas campañas de promoción hacen su negocio de ello, obteniendo buenos salarios, viáticos y otros beneficios que estarían ausentes de sus vidas sin dicho "apostolado". Y también, por cierto, la que más se benefician, que son las gigantescas empresas editoriales que necesitan imperiosamente, no tanto que lean, sino que compren sus productos -es decir, los libros.
Es que la lectura siempre tiene algo de trabajo, de tarea, nunca es un "placer" completo. Al leer un libro, después de cien o doscientas páginas te arden los ojos, el cuerpo se te acalambra, si lees muchos libros llega un momento en que comienza a molestarte la columna.
Sucede que, como escuchar música clásica, o desentrañar la física cuántica, leer es una de las actividades que mayores beneficios trae a los seres humanos. Leer es la mejor actividad para ejercitar el pensamiento, y se aprende a pensar sistemáticamente, precisamente, leyendo. Entonces, así como para todo ser humano la gimnasia debería ser algo imprescindible, también leer lo debería, pues como digo el pensar es como mover los músculos. Si no los ejercitas -a los músculos- o se atrofian o se deforman.
Pero bueno. Así como hay tantos obesos en Santiago, porque no tienen la voluntad suficiente para comer solamente lo necesario y mantener una dieta sana, así también hay personas que tienen la mente deforme porque no son capaces de leer más allá de alguna que otra noticia social en el diario. Y por eso los rectores de sus pensamientos son personajes tan tristes como Maradona, Tinelli o Mirtha Legrand.
Sin embargo, aquellos que ejercitan sistemáticamente su pensamiento a través de la lectura, lo seguirán haciendo, desaparezcan o no los libros, los diarios y cualquier otra página impresa. Seguirán leyendo en las computadoras, en holografías, o comoquiera que se presenten los textos mediante el desarrollo de nuevas tecnologías.
El papiro, o los rollos de corteza, que atesoraban los conocimientos, por ejemplo en la Biblioteca de Alejandría, y eran tan importantes para el mundo antiguo, desaparecieron, y no por eso las siguientes generaciones quedaron sin lectores.
-¿Qué le diría a quien se inicia como escritor?
-Es una linda profesión. Sólo que tienes que trabajar el doble. Tienes que trabajar -si quieres dejar escrito algo de verdadera importancia- en construir primero tus conocimientos, luego tu vida interior, por fin tu lenguaje, para escribir tus libros. Y tienes que trabajar en cualquier cosa, a veces hasta barriendo calles, si no queda otra, para obtener algún recurso económico (si quieres tener familia). Pues aunque la humanidad se ha beneficiado y ha obtenido sus avances espirituales casi exclusivamente por causa de los conceptos que han transmitido los escritores, nadie le paga a alguien para que sea solamente escritor.

Quipu

Para mí la revista más importante que hicimos, con Juan Manuel Aragón (h), es Quipu. Después hice otras con sentido algo utilitario, como La Razón del Consumidor, o espiritual, como Arcos. También me marcó el trabajo en revistas de Córdoba, durante mi juventud, como Patria Nueva o Posición, donde alcanzábamos una excelencia técnica por entonces difícil de lograr aquí. Pero Quipu de Cultura fue la publicación justa, en el momento justo, y los contenidos justos que debíamos dar a conocer en aquel periodo histórico. Seguramente ha influido en varios lectores santiagueños, eso se va viendo en un periodo largo de tiempo. La mayor influencia que suele darse es que esos lectores modifiquen sus vidas, para bien, y también que reproduzcan, apropiándoselos, aquellos contenidos, para transformarlos en nuevas obras de arte o pensamientos acrecentadores.
Debemos tener en cuenta, también, que Quipu se vendía sólo parcialmente aquí. De quinientos ejemplares, aquí se vendían más o menos la mitad. El resto iba a otras provincias, principalmente Córdoba. Allí teníamos una corresponsal extraordinaria, Ivana Alochis, joven escritora y profesora universitaria, que llegó a vender, ella sola, unos doscientos ejemplares. Hablo reiteradamente de "vender", pues no teníamos un centavo de capital, y encima nuestros ingresos personales eran bastante magros. Así que cada número de Quipu se hacía con el dinero obtenido por las ventas del anterior. Si no se vendía un número, el número siguiente no salía. Así de simple. Y Quipu dejó de salir porque a mí me contrataron en El Liberal, para que hiciera el suplemento de Cultura, y Juan comenzó a trabajar en el Nuevo Diario. Entonces ya no nos quedaba tiempo para seguirla haciendo como queríamos, con un muy buen nivel. Sin embargo, no nos lamentamos: "cada cosa suele tener su tiempo bajo el sol".
¿Qué significó en mi vida? Un momento de crecimiento espiritual. Recuerdo que una tarde, releyendo un Editorial, me di cuenta de lo que constituía el verdadero poder. Me di cuenta de que el poder no lo controlan quienes tienen grandes capitales, edificios, instalaciones o armas. El poder lo manejan quienes son capaces de controlar su interior. El Universo es una gran dínamo, una fuente inagotable de energía. El nodo desde donde se conectan los entes, de todo tipo, con ese centro de poder universal está en el interior de cada ser. Comprender eso, modificó sustancialmente mi vida. Y ocurrió como parte del proceso para las ediciones de Quipu.

Misión ética del escritor

Julio Carreras (h)
A las empresas editoriales les conviene que el escritor produzca bellas composiciones dentro de una ideología multivalente, permisiva. Que el libro también sea sólo un objeto de placer. Porque la base del comercio capitalista es que el objeto de uso agote su valor intrínseco, para que el consumidor -así lo llaman ellos- salga desesperado, si tiene dinero, a buscar un objeto nuevo. Que lo haga olvidarse de sí mismo, náufrago doliente en el perverso mundo de relaciones equívocas creado, precisamente, por el capitalismo.
Así aparecen y desaparecen escritores como este brasileño mefistofélico, que ya ni me acuerdo cómo se llama, medio degenerado, de quien decían también que era amante de la Bolocco (cuando ya estaba con Menem). "Búm", sus libros se venden como choripanes en La Bombonera durante una final de Boca y River. ¿Y después? Puf, desaparece. Ni sus nietos se acuerdan de él. Hacen mucha guita, por lo general, como Britney Spears o Madonna. Pero nadie puede decirme que esas dos minas son, ni felices ni verdadero ejemplo para nadie.
La misión ética que debe cumplir un escritor, según creo, es ser cada vez mejor, acercarse cada vez más, en su vida personal, a la perfección. ¿Por qué? Pues porque si es responsable, se trata de alguien que tiene acceso, por sus estudios, a las mayores fuentes de sabiduría que creó la humanidad en su ya larga evolución de 50.000 años.
¿Y de qué se trata la perfección? Nadie vaya a creer que es vestirse bien o ponerse cada día anillos de oro distintos, a cual más sofisticado. Buda y Jesucristo nos indicaron muy claramente qué es la perfección. Basta con estudiar profundamente sus enseñanzas, y perseverar cada día en practicarlas con mayor eficiencia. Lo cual no es nada fácil, pero creo que sí es posible, al menos acercarse a ella, como muchos grandes sabios lo han demostrado, en estos últimos 2000 años.

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